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Sobre la migración

La migración siempre ha existido en la historia de la humanidad. Desde tiempos inmemoriales ha habido gente que, en un momento dado, ha dejado su lugar de origen para establecerse en otro. En las últimas décadas, estos desplazamientos humanos han aumentado y nuestras sociedades se diversifican cada vez más.

Migrar no es un asunto trivial. Es un acto muy arriesgado que requiere mucho valor.

Son muchas las razones que pueden llevar a una persona a plantearse la vida en otro lugar: una oportunidad profesional, los estudios, el desempleo y las condiciones de vida difíciles en el país de origen, el reagrupamiento familiar, la represión política, las guerras o los desastres naturales, etc. Puede tratarse de la búsqueda de una vida mejor para sí mismo y para la familia. A veces, también se persiguen nuevos horizontes, descubrir otra cultura o satisfacer el ansia de libertad. En todos los casos se da un deseo de cambio, de vivir otra situación o establecerse en otro lugar que nos permita mejorar. La oportunidad de un nuevo comienzo.

Las distintas razones que motivan nuestra salida (sobre todo, si fue libremente elegida o si nos vimos obligados a marcharnos) y la duración de la migración determinarán cómo la viviremos e interiorizaremos. Migrar es una experiencia intransferible.

Como un árbol arrancado

Los cambios que la migración y el nuevo entorno suponen en una vida representan siempre una conmoción importante. Aunque a veces la migración pueda llevarse a cabo con entusiasmo y excitación, en muchos casos se sufre y se soporta con dificultad, o genera mucho estrés. Migrar significa siempre tener que sufrir pérdidas y rupturas, así como enfrentarse a un nuevo entorno.

Al optar por emigrar, dejamos atrás la vida que habíamos construido en el país de origen, el entorno que nos era familiar y sus gentes. Podemos sentirnos culpables por perseguir este proyecto personal, alejarnos de nuestra familia y dejar atrás a nuestros amigos. Y estar lejos de los nuestros no siempre es sencillo.

Al migrar, también dejamos nuestro mundo predecible con sus referencias y códigos culturales, y lo cambiamos por un mundo desconocido que no dominamos. Todo lo que era obvio y natural da un vuelco. Hemos de hacer frente a otra cultura, a otro idioma, a normas y valores nuevos, a relaciones humanas que nos parecen diferentes.

Frente a estos imperativos, no reaccionamos de la misma manera. Algunas personas adaptan fácilmente sus actitudes y comportamientos a los del país de acogida, mientras que para otras el apego a su propio país es tal que la adaptación puede ser mucho más difícil. En este proceso cada uno tiene que encontrar su propio ritmo.

La migración es un desarraigo similar al de arrancar un árbol y volverlo a plantar en otro lugar. Cualquier árbol que sufre tal cambio se debilita. En tierra nueva todo es distinto: el clima, el terreno, el agua, los aportes de nutrientes… Pero el árbol, tras un período de adaptación y si recibe los cuidados que necesita, sigue creciendo lentamente, a su ritmo.

Migrar conlleva vivir rupturas, pérdidas y desarraigos y tener que adaptarse a otro estilo de vida. Frente a eso, es normal tener dificultades. Como en el caso del árbol, en ese proceso tenemos que cuidarnos y respetar nuestro propio ritmo.

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