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De la pareja a la familia

El viaje migratorio marca un antes y un después en la historia de una familia. Hay parejas que se instalan en el país de acogida sin hijos y que al traerlos allí al mundo se vinculan más a este país. Otros ya los tienen, y con ellos salen de su tierra natal. Pero también hay muchas familias cuyos miembros están separados: uno de los progenitores o ambos se van primero y no se llevan a los hijos hasta unos años más tarde. En cualquier caso, todos los miembros de la familia deben adaptarse a su nueva vida después de la migración. Si fundar una familia, tener una relación de pareja y criar a los hijos es uno de nuestros mayores retos en la vida, la migración lo complica aún más.

Toda familia pasa por distintas fases: la pareja sin hijos, el nacimiento de un hijo, su infancia, la escolarización, la adolescencia… Lógicamente, la familia debe adaptarse a cada uno de esos momentos. Cuando la migración coincide con alguna de estas fases puede convertirse en una mayor fuente de estrés.

  • La pareja

Las tensiones que conlleva la migración pueden influir en la relación de pareja y provocar desequilibrios, por ejemplo poniendo en tela de juicio los roles de cada uno en el país de origen, por bien definidos que estuvieran. La situación profesional y el reparto de tareas pueden también ser diferentes en el país de acogida y exigir un importante esfuerzo de adaptación. Puede ser que la cultura del nuevo país asigne un lugar y un papel diferente a las mujeres, otorgándoles más libertad, mientras que los hombres pueden sentirse menos valorados. A veces, si fue uno de los miembros de la pareja quien quiso emigrar y el otro lo siguió para mantener la relación, cuando aparecen dificultades pueden surgir reproches y lamentaciones, del estilo de: «¡Tú quisiste venir; es culpa tuya que esto no funcione!», o bien: «¡No te esfuerzas por estar bien aquí!» Son muchos los compromisos y las adaptaciones que necesita la pareja en el país de acogida y que parecen poner a prueba la fuerza del vínculo. Es útil asumir la responsabilidad de nuestras decisiones, expresar nuestros sentimientos y respetar los del otro. Así, podemos vivir la migración como una experiencia que nos cohesiona y que nos ofrece la oportunidad de hacer realidad nuestro proyecto de pareja.

En algunas parejas, solo uno de los miembros procede de la inmigración. El otro es autóctono, domina la lengua y conoce los hábitos y costumbres del país. Su vida cotidiana es más sencilla y puede asumir más tareas de cara al exterior. También tiene cerca más amigos y a la familia. El migrante, en cambio, lejos de sus parientes, puede encontrarse sin empleo, pues no siempre se reconocen sus cualificaciones profesionales. Esto puede poner en peligro el equilibrio de la pareja y causar dificultades. Uno puede tener la impresión de dar más si la otra persona depende de él. Es importante que el autóctono sea comprensivo ante el proceso de integración del cónyuge y se lo facilite, apoyándolo. Cuanto mejor se integre el migrante, más autonomía adquirirá y mejor será el equilibrio en la relación.

A veces se generan fricciones cuando los dos proceden de culturas diferentes. Pueden tener opiniones divergentes sobre el papel del hombre y de la mujer, el reparto de funciones o la educación de los niños. A ello se añaden la cuestión del idioma elegido para los hijos y la gestión de las expectativas de los respectivos suegros.

Es evidente que la comunicación es muy importante en una pareja. Si uno o ambos no se expresan en lengua materna, es más fácil que se produzcan interpretaciones erróneas y malentendidos.

Cuando ambos se muestran interesados y valoran la cultura del otro, esa biculturalidad es fuente de riqueza y de atracción en una relación. Es hermoso que uno esté dispuesto a aprender el idioma del otro y a educar en él a los hijos, para que puedan hacer propia la doble pertenencia.

Al margen de que compartamos la cultura de origen o no, a una pareja aportamos cada uno nuestras propias visiones, creencias y valores. Uno puede tener opiniones más liberales, mientras que el otro es más tradicional. Del mismo modo, uno puede hacer su experiencia de la migración y la adaptación al nuevo país de forma diferente y a otro ritmo que su pareja.

En cualquier relación, cada uno es siempre único y ambos han de aprender a aceptar y respetar que el otro sea distinto. A largo plazo, esta diferencia puede ser fuente de malentendidos y de incomprensión. Identificar los desacuerdos procedentes de los orígenes culturales puede ayudar a ver algunas dificultades desde otro punto de vista.

  • Padres migrantes

Muchas parejas tienen el proyecto de fundar una familia. La parentalidad es aún más compleja en situación de migración. Las condiciones de vida son diferentes y los recursos también.

Como progenitores, tenemos el importante cometido de preparar a los hijos a adaptarse adecuadamente a las situaciones de la vida. En la convivencia con ellos y mediante la educación les transmitimos conocimientos, actitudes, el idioma, intereses y valores. De ese modo los padres, junto con la escuela y otras instituciones, transmitimos nuestra cultura, que así se preserva. Y como la vida es diferente en cada cultura, también los modelos educativos varían en los distintos lugares del mundo.

Cuando el futuro de nuestros hijos se construye en una sociedad distinta, nos preguntamos frente a qué debemos prepararlos, o según qué principios educarlos. ¿Hacemos bien en transmitirles nuestra cultura siendo que crecen aquí?

¿Cómo conciliar las dos culturas en la educación?

Todos nos planteamos distintas cuestiones sobre los hijos. Si, además, venimos de otra cultura, se añaden ciertos interrogantes: ¿Cuál va a ser la lengua de comunicación con ellos? ¿Será mejor insistir en que estudien su lengua materna o que se centren en otros idiomas? Cuando estén escolarizados, ¿me siento capaz de ayudarles, siendo que yo no fui aquí a la escuela? ¿Qué elementos de la educación recibida y de nuestra cultura de origen queremos transmitirles?

Al emigrar, conservamos de nuestra cultura de origen un conocimiento de la educación y ciertos objetivos para el desarrollo de los niños, a la vez que entramos en contacto con nuevas ideas y prácticas en el país de acogida. Nos vemos así confrontados a las formas de pensar y hacer de dos culturas. Podemos decidir qué particularidades de la educación deseamos mantener o modificar.

Compartir para aproximarse

Compartir con los hijos nuestra historia de migración y generarles interés por nuestro pasado refuerza la identidad y los lazos familiares, y permite integrarlos en el universo familiar y cultural previo a la migración. Esto no siempre es fácil cuando tal historia, con sus pérdidas y sus duelos, constituye un recuerdo doloroso. Los niños no siempre se atreven a preguntar, porque notan el sufrimiento relacionado con esa vida anterior y perciben que es delicado hablar del tema. No quieren poner tristes a los padres y estos, a su vez, pueden suponer que les aburren con esas historias, o que los hijos no quieren saber nada del asunto.

Hablar de la migración, del país de origen y de la familia refuerza los lazos familiares y el sentimiento de pertenencia, sobre todo si los hijos no nacieron allá ni tienen contactos regulares con esa parte de la familia. Los niños suelen tener curiosidad por la historia familiar. Oír hablar del pasado de padres y abuelos es para ellos una valiosa fuente de información sobre su origen y sobre sí mismos. Este pasado también forma parte de ellos, y así pueden impregnarse y sentirse parte integrante de la familia. A los padres, recordar y compartir su vida anterior les permite perpetuar los recuerdos, lo cual a veces mitiga la nostalgia.

Las raíces son importantes para construirse

Nuestros padres y la sociedad en la que crecimos nos transmitieron una determinada cultura, que también queremos compartir con nuestros hijos. Muchos deseamos que estos guarden algo de nuestra cultura: el idioma, o conocimientos de la música, la historia o la cocina del país. En caso de la migración, somos los padres los únicos que podemos transmitir tales conocimientos, al tiempo que eso supone para nosotros mantener un vínculo suplementario con nuestros orígenes.

Si nos da la impresión de que determinados elementos de nuestra cultura no se valoran o no son útiles aquí, quizá no los transmitamos. Sin embargo, compartir nuestra cultura y promover el aprendizaje de la lengua de origen es beneficioso para nuestros hijos. Les da la oportunidad de identificarse y de ser partícipes de ambas culturas. Poniendo de relieve ambos aportes culturales, se sienten más seguros en sus dos grupos de pertenencia. La comunicación en la lengua de origen posibilita a los hijos la proximidad emocional con sus padres y los demás miembros de la familia. Asimismo, el contacto con otros compatriotas en el exilio no solo es un medio para los padres de recuperar lo que les es familiar, sino también de que los hijos se muevan en un ambiente similar al del país de origen.

Una historia, una identidad o una lengua comunes refuerzan los vínculos entre quienes las comparten. Estando expuesto a distintas culturas y lenguas, el niño necesita referencias culturales y familiares claras y sólidas sobre las que poder construirse. Transmitir a los hijos la cultura que mejor conocemos es ofrecerles más recursos y posibilidades en su vida cotidiana.

  • La familia separada

Hay familias que están temporalmente separadas porque uno de sus miembros, a menudo el padre, se marcha el primero. Aunque la decisión esté motivada por la voluntad de mejorar las condiciones de vida de toda la familia y ofrecer a los hijos un futuro mejor, tiene un precio. Esta situación va acompañada de mucho dolor y sacrificio. El sentimiento de culpabilidad de los padres por haberse separado de sus hijos es duro de llevar.

También se trastocan los roles dentro de la familia. A veces, el que se queda solo con los hijos tiene que desempeñar dos roles a la vez y arreglárselas sin la ayuda de la pareja. Y alguno de los hijos, típicamente el mayor, debe asumir más responsabilidades.

Es posible que la situación no permita la reunificación hasta después de transcurridos varios años. El reencuentro tampoco será fácil si se había generado una distancia emocional. Después de todo este tiempo de separación, los niños y los adolescentes pueden tener problemas para reconocer la autoridad del progenitor que se marchó, o distanciarse de él al percibirlo como «de fuera». Esto es un factor de estrés para los padres, que han de retomar contacto con los hijos y restaurar su autoridad, y puede generar conflictos hasta que cada uno encuentra su lugar. Todos tienen que acostumbrarse otra vez a estar reunidos y volver a aprender a vivir juntos.

Los cambios que conlleva la migración son en sí mismos desestabilizadores, y resultan más difíciles cuando exigen la separación de los padres y los hijos. Nos faltan las personas más cercanas, que nos aportan apoyo y afecto. La seguridad y el apoyo que aporta la familia son tanto más necesarios en la adaptación a un entorno nuevo.

¿Y la familia que se queda en el país? Cuando tenemos a los padres lejos

Al migrar dejamos atrás a los parientes. Nunca es fácil estar lejos de los suyos. Nuestros padres y las personas que podían echarnos una mano están a miles de kilómetros. Ya no podemos vivir y compartir con ellos los acontecimientos y momentos importantes de nuestra vida. Sobre todo, nos damos cuenta de que no contamos con el valioso apoyo de nuestros padres para atender a nuestros hijos. Además, la distancia se hace sentir dolorosamente cuando nos enfrentamos a la vejez o la enfermedad de nuestros padres o los familiares que se quedaron. Y podemos sentirnos culpables por no estar allí para ayudarles.

  • Me jubilo. ¿Regreso o no?

Para muchas personas que emigraron por motivos económicos, el trabajo ha ocupado una posición central en su vida en el país de acogida. Implicarse así en el trabajo tal vez supuso un gran sacrificio, gracias al cual los hijos pudieron hacer buenos estudios o acceder a un empleo más gratificante que el propio.

Al alcanzar la edad de jubilación, y cuando los hijos ya adultos se han ido de casa, los padres se enfrentan a un dilema importante: ¿Nos quedamos o nos volvemos?

Una vez que se han ido los hijos, quizá reaparezca el sentimiento de encontrarse en un mundo ajeno, y se presente la soledad. Muchos pierden de vista a las personas con las que trataban cada día. Algunos se niegan a pasar el resto de su vida en el país de acogida y desean regresar al país que siguen considerando propio.

Otros, aunque quizá hubieran dicho que querrían regresar al jubilarse, ya no pueden planteárselo después de tantos años pasados aquí, ni quieren estar lejos de sus hijos y nietos. A veces pueden tener la impresión de no pertenecer ya al país natal. El sentimiento de pertenencia a la familia y a la vida que se ha construido aquí acaba siendo más fuerte que el apego a la vida de antes.

Tras una vida dedicada a ofrecer mejores condiciones a los hijos, tal vez los padres esperen que estos les devuelvan ese apoyo y solidaridad. Les resulta decepcionante constatar que la segunda generación, frente a las exigencias de la vida adulta de la sociedad actual, no llega a colmar estas expectativas, redefine los valores de ayuda mutua y de estima de los mayores, y cuestiona su autoridad. Es muy duro llegar a la situación de que les propongan una residencia de ancianos. Los padres la perciben a veces como un segundo choque cultural.

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