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De la pareja a la familia

El nacimiento de un hijo cambia mucho la situación relacional de la pareja, porque cada uno de sus miembros tiene menos tiempo que dedicarle al otro. Surgen otras necesidades y tareas que deben repartirse y atenderse. Más adelante, habrá que construir acuerdos en la educación de los hijos. Estos, por un lado, representan un enriquecimiento para la vida en común de la pareja, pero, por otro, también suponen retos totalmente nuevos para sus padres. Por eso, en la fase de crianza de los hijos es frecuente que se resienta la calidad de la relación en la pareja, cuando ambos se concentran tanto en el rol de padres que descuidan su conexión mutua. Pasa en todas las parejas. Es perfectamente normal y comprensible que el establecimiento de una familia conlleve conflictos. Si coincide además con la evolución de la carrera profesional de los padres, estos conflictos pueden verse agravados por las condiciones reinantes en nuestra sociedad, que sigue dificultándonos la conciliación de la vida laboral y familiar.

La falta de intimidad

En muchas parejas, el nacimiento del primer hijo genera tensiones en la relación. Se produce un gran cambio para los dos, pues hay que dosificar el tiempo y la energía de modo muy distinto, y los hábitos del pasado se ven muy limitados. Es muy poco el tiempo del que dispone la pareja para sí, sobre todo mientras los hijos son pequeños. Sin embargo, los momentos de estar los dos solos son muy importantes para mantener los sentimientos de proximidad y de intimidad, hablar de cosas personales y seguir teniendo una sexualidad gratificante. Al pasar tiempo juntos mantenemos la vitalidad de la relación, además de que también las disputas, la resolución de conflictos y la reconciliación requieren un espacio exclusivo de la pareja.

Es prudente no confundir relación de pareja y parentalidad

Es importante separar la relación de pareja del rol de padres. Esto quiere decir que la pareja puede reservarse espacios propios, para estar juntos y solos, salir o ver a los amigos mientras los abuelos, canguros u otros cuidadores se ocupan de los niños. Y también para estos es deseable una dosis de contacto con personas de referencia que no sean los padres.

Para funcionar bien, una pareja necesita fronteras exteriores claras (aunque permeables). Concretamente, en el caso de una disputa, no hay que implicar en ella a los hijos, ni convertirlos en mensajeros entre los padres. Esto les provoca a los niños conflictos de lealtad y, además, perjudica la relación porque no se abordan abiertamente las divergencias. También el hecho de que uno de los padres tenga celos de los hijos puede ser un signo de que no están bien delimitados ambos terrenos, el de la pareja y el de su condición de padres, y que es poco el tiempo que pasan juntos los dos solos. Nadie tiene recursos infinitos de atención o de afecto y, en el día a día, estos recursos pueden agotarse en el cuidado de los niños. Durante estas fases es frecuente que los hombres se retraigan cada vez más y busquen reconocimiento y gratificación fuera de la familia: viendo más a los amigos, consagrándose como nunca al deporte, al trabajo o, a veces, lanzándose a una relación extraconyugal.

Cuando la pareja no cuida lo bastante su relación en esta fase —cosa que ocurre con frecuencia— sus dos miembros se sienten de alguna manera ninguneados. Tienen que hablarse, ver qué necesitan y decidir juntos cómo organizar el tiempo del que disponen para ambos.

Viejos roles y nuevas aspiraciones

Por más que el hombre y la mujer tuvieran antes, en la relación y en la vida profesional, los mismos derechos y la misma condición, cuando los niños son pequeños suele suceder, aun sin pretenderlo, que el reparto de las responsabilidades vuelve a hacerse siguiendo esquemas tradicionales. Si otras personas no guardan a los niños desde que son muy pequeños, generalmente es la mujer la que se ocupa sola de casi todas las tareas domésticas y del cuidado de los hijos. El hombre tiende a dedicarse más que antes al trabajo, ya que ahora es el único que ejerce una actividad profesional remunerada. Como resultado, ambos se sienten frustrados e insatisfechos. La mujer se ve limitada en lo profesional y en sus posibilidades de autorrealización. Por su parte, el hombre puede sentirse excluido de la vida familiar, o como un estorbo, porque ya apenas participa en ella. Ahora bien, seguro que hay muchos hombres que desean, como aspiración personal, estar disponibles para sus hijos. A veces se olvida que también el padre que no satisface ese deseo puede vivenciar la situación como una pérdida o limitación.

Y la situación nos desborda

La situación se desborda cuando la pareja intenta mantener las condiciones en las que vivía y seguir haciéndolo todo al 100 % como antes. Por ejemplo, cuando la mujer está muy comprometida con su trabajo y, además, pretende ser perfecta en la gestión del hogar y en la educación de los hijos, por supuesto manteniendo los contactos sociales y sin descuidar a sus padres y a sus suegros. Así sobrepasará su límite de esfuerzo, y el estrés está garantizado. Cuando la capacidad se agota, con frecuencia se culpa al otro del fracaso de nuestras propias aspiraciones, y los reproches mutuos generan un clima de frustración y de no estar a la altura.

Además, se producen enseguida conflictos por presuntas naderías. En el fondo, muchas veces todo obedece al no reconocimiento recíproco del trabajo realizado, o al reparto desigual de tareas; parecen haberse olvidado los ideales de la relación. Ambos se sienten empujados a un rol específico y ya no reconocidos y confirmados como personas.

No se puede tener todo, mal que nos pese

Nuestra sociedad moderna apenas dispone de modelos para un buen equilibrio entre las distintas facetas de la vida. Las exigencias del mundo laboral y las de la familia o la pareja suelen ser contrapuestas y es difícil combinarlas. Pretendemos responder a las expectativas sociales respecto a la pareja moderna, a la noción generalizada de «buenos padres», al desarrollo profesional y a la aspiración que transmiten los medios de un hogar feliz y del amor romántico: todo a la vez. Pero, por desgracia, lo que no existen son las condiciones marco ni los modelos para ello.

Por eso, cada pareja tiene que encontrar el equilibrio entre sus posibilidades y sus aspiraciones. Para ello es importante ponerse de acuerdo en pautas realistas y practicables en los ámbitos de la educación de los hijos, las tareas domésticas, el reparto del trabajo y la gestión de la convivencia. A menudo, eso supone que hemos de prescindir de objetivos ambiciosos y perfeccionistas o de ideales inalcanzables. Es inevitable que cambie la situación cuando irrumpe un hijo en la escena. Así es la vida: no se puede tener todo, y no se puede vivir todo. La renuncia también contribuye a lo que ganamos construyendo un mundo común.

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