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Desde la decisión hasta la llegada

Migrar es un proceso largo y complejo, que tiene tres fases decisivas y cargadas de emociones: la decisión, el viaje y la llegada. Esta última fase, la llegada, es la más larga y puede no terminar nunca: nunca deja uno de adaptarse, de evolucionar entre el país de acogida y el de origen.

¿Marcharse o no?

La migración comienza ya en el país de origen, cuando tomamos la decisión de irnos, al construir el proyecto y preparar el viaje. Esta valiente decisión de marcharnos se acompaña de preocupación por el futuro. ¿Irán bien las cosas? ¿Encontraré trabajo y vivienda? Decidir irse implica dejar algo muy familiar y dirigirse hacia un futuro incierto. Eso es muy arriesgado y puede dar miedo. Nos da miedo el cambio y lo desconocido, lo que dirán y pensarán los demás, el fracaso y, sobre todo, confrontar el sueño con la realidad.

Por supuesto, nuestra actitud frente al viaje futuro dependerá de si la migración es temporal o permanente, deseada o forzosa. No es lo mismo decidir libremente irse y preparar el proyecto que tener que salir huyendo de unas condiciones que ponen nuestra vida en peligro. Del mismo modo, no es lo mismo marcharse por un tiempo que para siempre. También el apoyo de nuestro entorno es importante en ese momento, que vivimos de forma distinta según nuestros seres queridos nos animen o no.

La llegada y las primeras dificultades

La llegada marca el inicio de los contactos con la nueva cultura. Tal vez nos espere alguien, quizá tengamos familiares. Las impresiones y los sentimientos de los primeros momentos en el nuevo país pueden ser intensos y duraderos, y reconfortarnos (o no) en nuestra opción de haber dejado nuestro país. Algunas personas pueden sentirse decepcionadas desde el primer momento. Otras pueden sentir curiosidad y estar emocionadas o aun eufóricas al llegar y descubrir el país en que van a establecerse. Todo puede parecerles bien y tienen muchas ganas de nuevas experiencias y encuentros.

Con todo, al cambiar de país tenemos que hacer frente a muchas dificultades. Nos enfrentamos a un nuevo entorno: un nuevo tipo de vivienda, otro tipo de comida, un clima distinto, diferentes códigos en las relaciones sociales… Dependiendo del país, tendremos que aprender un nuevo idioma, o al menos las nuevas normas sociales y culturales de la vida en común. Esto es aún más difícil cuando ambas culturas están alejadas. Podemos venir de un país con sistema político y religión diferentes, o en el que la gente se trata de otra manera. Cuando la brecha cultural entre los dos países es amplia, esto nos produce una mayor sensación de incomodidad e inseguridad.

Hacer frente y adaptarse a estas diferencias ya es abrumador; además, hay que resolver muchas cuestiones y tomar decisiones importantes con cierta rapidez, en un entorno que no controlamos. Migrar conlleva cambios que, al margen de que nos encontremos en otro país, son ya por sí mismos fuente de estrés. Tenemos que encontrar vivienda o mudarnos, buscar trabajo o adaptarnos a él. También tenemos que reconstruir totalmente nuestra red social y hacer nuevos amigos.

Todo esto requiere mucho tiempo y energía. Y ante una experiencia tan estresante podemos enseguida sentirnos abrumados. Las cosas que antes nos resultaban fáciles ahora parecen más difíciles en este ambiente poco familiar y en otro idioma. Podemos sentirnos menos autónomos y competentes que en nuestro país. Tenemos, pues, que volver a aprender cosas que tal vez dábamos por sentado, para adquirir de nuevo la sensación de control que necesitamos.

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