¿Queda algo por rescatar?
¿Es esto el final o solo una crisis?
Casi todas las parejas pasan por fases de crisis, sin que pensemos inmediatamente en una separación. Ahora bien, cuando una pareja, a lo largo del tiempo, no sale de las peleas, los conflictos y las desvalorizaciones, o cuando uno de sus miembros tiene sistemáticamente que replegar velas ante el otro para intentar mantener la situación, en algún momento surge la idea de que quizá sería mejor poner fin a la relación.
Entonces, las más de las veces, se tiene la sensación de que el amor pro el otro se ha evaporado. Miramos al cónyuge como a un extraño, no nos emociona verlo, no despierta en nosotros ningún afecto. Prácticamente ya no percibimos más que las cosas que nos molestan, y no lo que aún nos aporta, pese a las dificultades, dando por supuesto aquello que funciona bien en la relación. Estamos decepcionados y nos cerramos al otro, nos distanciamos, tanto interiormente como en el trato. Quizá estemos ya buscando otra persona hacia la cual nos sintamos más atraídos, promesa de nuevos horizontes, o tal vez andamos ya enamorados de nuevo.
No puede decirse de modo general que cuando la pareja ha evolucionado así vaya directamente a la separación. Lo que sí indican estos signos, en todo caso, es que hay que reflexionar atentamente sobre la relación si quiere evitarse la ruptura. Muchas parejas se separan enseguida, mientras que otras siguen juntas demasiado y sufren por ello más de lo necesario. A veces, la ruptura puede ser necesaria para liberarse de circunstancias que se han hecho intolerables. Otras veces la relación está atascada debido a un proceso desfavorable, pero con un esfuerzo común podría enderezarse la situación y evitarse mucho sufrimiento.
¿Me voy o me quedo?
¿Me voy o me quedo? Esta pregunta puede atormentarnos, y nos debatimos sin parar entre esas dos posibilidades. Le damos vueltas a pensamientos del estilo de: «¿Cómo le voy a hacer esto? No le quiero hacer daño. ¿Por qué sigo? ¿Y si después no encuentro pareja? Hemos superado tantas cosas juntos, que no puedo tirarlo todo por la borda. Y si continúo, ¿qué me estoy perdiendo? Tal vez esto no es más que un mal paso, y nos irá mejor cuando tenga menos estrés en el trabajo… cuando los hijos hagan su vida… cuando hayamos terminado de construir la casa… después de las vacaciones…»
Optar por marcharse significa abandonar algo que nos es muy familiar, separarnos de proyectos de vida y de una situación de seguridad, lanzarse a un futuro incierto. Tal decisión hace que nos sintamos inseguros sobre todo porque lleva asociados muchos temores, como el de cometer un error, de la soledad, de no encontrar luego pareja, de vernos en dificultades financieras o desbordados por la reorganización de nuestra vida —por ejemplo para combinar la actividad profesional con el cuidado de los hijos, etc.— Todos ellos pueden ser considerables, especialmente cuando se han pasado muchos años juntos.
Al querer separarnos, muchas veces tenemos la idea y la esperanza de que con el siguiente compañero las cosas funcionarán mejor; de que en la nueva pareja encontraremos lo que ahora nos falta. Per, a menudo, esto es ilusorio. Hacemos al cónyuge, precipitadamente, responsable único de nuestra insatisfacción y de las dificultades relacionales, sin ver nuestra propia contribución a ellas. Y si no aprendemos nada de nuestra relación anterior, seguramente cometeremos los mismos errores.
Las relaciones hay que cultivarlas
En cada relación y con cada persona hay momentos en que es muy difícil convivir. En definitiva, muchas relaciones se deshacen porque no haberlas cultivado lo bastante, por no haber hecho frente a los conflictos, pensando que todo se arreglaría. Si damos por supuesta la buena convivencia dejamos de cuidar la relación. Pero, así como cada persona evoluciona con el tiempo, también nuestra relación mutua lo hace y tiene que crecer y poder modificarse con nosotros, pues es dinámica y no una foto estática. Por eso ambos se tienen que involucrar activamente para mantenerla viva. Y esta característica de las relaciones es la que también nos permite cambiar de rumbo si la dicha se ha perdido.
Creer en el cambio… y aceptar lo que no se puede cambiar
En muchos casos todavía es posible salvar el vínculo. Para responder a la pregunta de si aún puede hacerse algo por una relación que se encuentra en una crisis profunda, lo decisivo es si los miembros de la pareja se ven con energía para el cambio. ¿Están dispuestas ambas partes a implicarse de nuevo, a enfrentarse a los conflictos y a llegar a acuerdos? ¿Tienen la voluntad de abrirse a una transformación?
Es importante no dejar que la insatisfacción se instale. Merece la pena examinar la situación detalladamente, justo ahora, y hacer algo al respecto. Si se quiere salir de una crisis hace falta lealtad recíproca, un mínimo de respeto y un cierto compromiso para estar seguros de que el esfuerzo será provechoso. También es esencial la generosidad de tomar al otro tal como es. Si aceptamos que es imposible cambiar ciertas cosas, resulta más fácil implicarnos en los terrenos donde el cambio sí es posible.
Una relación tiene futuro cuando ambos, pese a las dificultades, siguen compartiendo objetivos comunes y si la circunstancia les permite a ambos alcanzar metas personales importantes y realistas (por ejemplo, el tener hijos, las posibilidades profesionales, el reparto de tareas, el contacto con la familia de origen, etc.). También es buen signo que compartan ambos el sentido del humor, que sigan pudiendo reírse juntos, pues el humor tiene gran potencial para desactivar situaciones de conflicto. Cuando todavía es posible reconciliarse después de una pelea y persiste el deseo de proximidad física y de intimidad, seguro que la pareja aún tiene margen de maniobra.
Reconocer las señales de alarma
Aunque cada relación, cada pareja, sea diferente, hay signos claros de crisis profundas de las cuales es muy improbable que se salga por sus propias fuerzas:
Ya no nos interesa la vida del otro: No compartimos más sus alegrías y penas cotidianas (por ejemplo, no lo escuchamos) o nos desentendemos de sus problemas. Ya no sabemos lo que significan el reconocimiento o el agradecimiento.
Casi no tenemos ya intereses o actividades comunes que nos guste realizar juntos.
Proximidad física y sexualidad: Ya no hacemos el amor, e incluso nos repugna la cercanía del otro. O bien nos saltamos los límites, imponiendo al otro nuestro estilo de sexualidad sin buscar el equilibrio entre distintas formas de expresión del amor y la actividad sexual.
Desequilibrio extremo entre autonomía y dependencia: Uno de los miembros de la pareja se ha sacrificado totalmente por el otro. En aras de una identidad común ha renunciado a la suya propia, y en aras de la armonía y del mantenimiento de la relación ha renunciado totalmente a sus propias necesidades.
No hay consenso sobre los valores fundamentales y los objetivos esenciales de la vida: No cabe esperar alcanzar, junto con el cónyuge, objetivos vitales importantes ni compartir valores e ideales personales significativos.
Se ha perdido la lealtad para con el cónyuge: Ya no lo apoyamos, sino que hablamos mal de él o lo ridiculizamos ante otros (amigos, padres, etc.) y por ello tampoco queda prácticamente una base de confianza. A la larga, el cónyuge y la relación dejan de estar a la misma altura que otros ámbitos de la vida, y quedan relegados a un segundo plano.
Faltan la estima y el respeto: Ya no se produce un mínimo de reconocimiento, cortesía ni amabilidad para con el otro. Los insultos y las desvalorizaciones se banalizan y no se respeta la esfera privada del otro.
Uno o ambos miembros de la pareja ya no se implican en la misma: Se ha perdido el compromiso en la relación. Uno ningunea al otro en decisiones importantes, no se cumple lo que se promete y ya no se dedican tiempo mutuamente. Ya no queda disposición para iniciar cambios y cada vez se habla más de separación.
Estos puntos no necesariamente evidencian el final de una relación, pero sí constituyen signos claros de que su base peligra seriamente, porque faltan sin duda cosas esenciales. En esta situación es muy importante aclarar primero si la separación o el divorcio son la única salida de la crisis, o si las dificultades existentes podrían resolverse de otro modo. La ruptura de una relación puede ser gravosa para todos los implicados, y muy particularmente para los hijos comunes. Y si se producen enfrentamientos destructivos pueden causarse daños importantes. Por eso es siempre recomendable buscar ayuda profesional para este proceso de aclarar las cosas, ya sea como pareja o individualmente. Si queda claro que la separación es la única solución practicable, profesionales de la psicoterapia, la mediación o la orientación pueden ayudar a la pareja a tratarse con respeto y evitar mayores agravios y hostilidades en el proceso, lo que permite sortear el sufrimiento innecesario de los cónyuges y de sus hijos.
Puede consultar más información al respecto en el folleto descargable Les familles face à la séparation et au divorce («Las familias frente a la separación y el divorcio»), editado por el Ministerio luxemburgués de la Familia y la Integración y el grupo de trabajo Aarbechtsgemeinschaft fir Qualitéitsmanagement a psychosozialen an therapeutesche Berodungsstellen (AG-QM-Psy)
Prohibidas la violencia y la humillación
Cuando el comportamiento de un cónyuge hiere la dignidad del otro o pone en peligro su seguridad, se alcanza el máximo nivel de alarma. Si una relación se degrada hasta ese punto, son mínimas las perspectivas de que la pareja salga por sí sola de tal dinámica. Es entonces cuando más urgente resulta buscar ayuda profesional en forma de asesoramiento puntual o de psicoterapia de pareja.